Nº 35 Julio
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Síndrome de Prader-Willi: una relación madre-hijo
-Mamá, ¿encontrarán una cura para mi enfermedad antes que yo me muera?.
- (…) Hijo, es muy difícil porque la investigación va muy despacito. Yo quiero creer que lo vamos a conseguir; hemos de creer que lo vamos a conseguir.
- No me gustaría morirme sin haberme curado.
¿Cómo hemos pasado de “no va a sobrevivir…”, “a mañana no llegará…”, a “quizá encuentren una cura y no me muera por esta enfermedad”.
Cómo, cuánto, qué. ¿Por qué orden queréis que conteste?. Da igual, cualquiera de estos adverbios responde a situaciones tensas, tristes y agotadoras.
¿Cuánto?. Un minuto tras otro; una hora tras otras; después, día tras día y ya me le puedo llevar a casa. ¡Qué curioso, no me deja dormir!. “¿Llora mucho, tiene gases?”.
“No, que va; no me puedo dormir porque cada minuto compruebo si sigue o no respirando; si sigue vivo en el cuco, a mi lado”.
¿Cómo?. Con tesón, con buen hacer, con cariño y con su fuerza. Se quería quedar; quizá lo notamos todos; el personal sanitario que, más allá de su trabajo, le apoyó para que siguiera luchando; sus padres, pegaditos a la incubadora, hablándole, leyéndole, tocándole cuando ya pudimos, insuflándole aliento para que siguiera con nosotros; él mismo, cuando llegó al punto de inflexión, decidió quedarse (estoy segura que el magnífico sueño de bondad de Alonso Quijano, que escuchaba en quietud absoluta, le terminó de convencer).
¿Cuánto?. Cuarenta días y cuarenta noches… ¡qué bíblico!, pero ese tiempo fue y era sólo el principio. Le llevamos a casa, ya estaba con nosotros y se abría una nueva etapa. ¡Cuánto costó ver que cada periodo iba a ser durísimo!, cada etapa un mundo que requería aceptación y adaptación, rodaje y… pasábamos a otra. Sí, de acuerdo, con denominador común pero cualquiera de ellas muy difícil.
¿Qué?. Sencillo, una enfermedad rara; en concreto, el Síndrome de Prader-Willi. “¿Qué, qué, qué?”. “¿Y os han dicho qué es eso?”. “¿Se cura?”. “Ah, no lo había oído nunca, y vosotros?”. “Tampoco, nosotros tampoco”.
Nueve quirófanos; se iba arreglando lo más visible a la ciencia. Lo menos visible, lo que importa para vivir en sociedad, la empatía y la asertividad, no venían de serie como el síndrome; sí a muchos nos ocurre, pero mi hijo no tenía posibilidad de ejercitarse en ello y llegar a ser empático y asertivo aunque fuera con horario social como hacemos la mayoría.
En la niñez, bueno, algo se notaba pero podía jugar con otros niños hasta donde sus músculos respondían; las conversaciones de infantes se podían mantener; tenía amiguitos; iba a cumpleaños y jugaba; sobre todo, comía pero también jugaba. Al día siguiente su tripita mostraba la alteración: se había salido de la dieta, de la estricta dieta. Nunca me importó si ganaba peso mientras estaba en la incubadora; es curioso, desde que me dieron el diagnóstico, jamás lo pregunté. A mi alrededor, todos los papás lo preguntaban sobre sus niños; de hecho, jamás tuve báscula en casa y sigo sin tenerla.
Seguimos adelante; discusiones, enfrentamientos, muchas lágrimas, soledad. El pesar de que vaya creciendo amargado; el querer prevenirle contra todo y más (como cualquier padre y más); el hacer un colchón de algodones demasiado grande en opinión de muchos, pequeñísimo en la mía; inconveniente en cualquier caso. No encontraba el equilibrio anímico; él tampoco.
Preferimos decírselo pronto, muy pronto porque la sociedad se lo estaba diciendo a su modo y la sociedad no sabe decir nada a sus individuos sin dañarles; incluye o excluye a su antojo.
Estamos muy cerca de la actualidad; la preadolescencia supuso un gran bofetón de realidad: Alonso no podía estar con sus iguales en edad porque le daban de lado (de inclusión no hablamos para no perder tiempo); se convirtió en un niño encantador que cuidaba a los más pequeños en el cole y atendía a los más incapacitados físicamente que tenía a su alrededor. La paciencia de las niñas con él se acabó; las burlas de los varones crecieron cruelmente.
Anímicamente destrozado; sabéis bien cómo se sufre cuando rechazan a tu hijo, pegado a tus faldas e intentando agradarte porque aunque nadie se lo ha dicho, te considera la única persona que no le va a fallar y necesita que le quieras con toda tu alma; sí, le regañas; le vigilas día y noche para que no coma más de lo que debe; le dices que “no” a cualquier iniciativa porque consideras que no va a ser capaz de llevarla a cabo; le coartas; le agobias; pero eres su único refugio seguro.
Alonso sabe que hemos luchado juntos desde que nos conocimos, cuando nos dejaron vernos por fin; sabe que por mucho que me mienta y engañe, seguiremos subiendo los peldaños; ha aprendido que lo que aconseja mamá en cuanto a los demás es acertado aunque duela. Mamá es su cómplice, le cuenta cómo es este mundo; que no interesamos a nadie para que invierta dinero en investigación; que los gobiernos nos chulean; que nuestros semejantes nos mirarán siempre con condescendencia y que el mundo seguirá girando por más que le pidamos ayuda.
¿Cómo estamos ahora?. Difícil me lo fían; está solito, más solito que habitualmente; mi cerebro estalla. Quiere con toda su alma tener amigos; desea controlarse y no perder los estribos; se regaña a sí mismo al comer más de lo que debe y me sigue diciendo “mi cabeza me lo manda pero lucho contra ella”. Tenemos que saber encauzar esta situación, lograr un entorno adecuado y que le convenza porque no es fácil engañarle; de hecho, me engaña él a mi haciéndome ver que está feliz para no verme sufrir: “no me llores mamá, no me llores”, “yo te acompaño, no te preocupes”, “voy contigo y no vas solita”…
Hasta aquí he llegado; como no me ve ahora, sí estoy llorando, llorando de emoción, de soledad, de alegría y de desafío al futuro que sería muy gris si no estuviera conmigo Alonso.
domingo, 16 octubre 2022 17:13