Nº 44 Mayo
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Lucas, el tesoro de mi vida
Nací y crecí en el seno de una familia feliz de la cuál estoy muy orgullosa. Una familia que siempre trató de mantenerme en una “urna de cristal” para alejarme de todo daño. Cuando cumplí 28 años me animé a trazar mi camino al lado del hombre al que adoro y, a los tres años de convivencia, decidimos colmar nuestro hogar de alegría con la llegada de un hijo. Aún recuerdo la felicidad que me invadió aquel 26 de febrero cuando el test de embarazo dio positivo. Y por fin llegó el día esperado. El 4 de octubre de 2012 a las 15:47 horas llegó al mundo el mayor tesoro que la vida me ha podido dar: mi hijo Lucas, el verdadero protagonista de esta historia.
Al nacer Lucas, sentí la mayor felicidad que jamás he experimentado. El cuidarlo, alimentarlo o bañarlo cada día era una experiencia única. Sin embargo, algo fallaba en mi pequeño, aunque yo ni lo podía ni lo quería ver. Fue el día 5 de febrero, justo cuatro meses y un día después de que Lucas viniera al mundo, cuando esa felicidad inicial se vio truncada y la vida de todos cambió, sobre todo la vida de mi tesoro. Ese día, en una revisión pediátrica, salió a la luz que algo no iba bien. A Lucas se le detectó una hipotonía severa y se le derivó al servicio de neurología para identificar qué había detrás de esta anomalía. Dios mío ¿qué has hecho?, me preguntaba mil veces sin encontrar respuesta. Ese día “mi urna de cristal” estalló en mil pedazos y mi visión y perspectiva de la vida cambiaron radicalmente.
A los pocos días de aquello, comenzó el proceso de estudio para intentar diagnosticar qué le pasaba a Lucas. Fueron varias semanas de pruebas (resonancias, analíticas, estudios genéticos….). Estas pruebas no dieron ni una pista de qué pasaba. Ya pensábamos que el diagnóstico de Lucas tardaría en llegar.
Sin embargo, pocos días después tuvimos acceso al resultado de la última analítica que se le había hecho a Lucas que, en palabras de la neuróloga, se hacía “para descartar” pero sin confiar que los tiros fueran por ahí. Esa analítica desveló que mi hijo tenía las hormonas tiroideas totalmente descontroladas. Dado que pensábamos que a la neuróloga se le había pasado por alto esta analítica (nada más lejos de la realidad), rápidamente concertamos cita con la endocrina del hospital para el día siguiente. Puedo asegurar que jamás pude sospechar lo que iba a suceder de camino a la consulta de la endocrina aquel 3 de abril. La neuróloga, cuando se enteró que estábamos en el hospital, nos adelantó (¡cómo corría!) para hablar con la endocrina antes de que nos viera y evitar así que nos diera un diagnóstico erróneo. Ella ya había visto las analíticas y tenía una clarísima sospecha de lo que le podía suceder a Lucas. Una vez que la neuróloga habló con la endocrina, entramos en la consulta y…. el mundo se hundió para mí. La endocrina nos dijo que todo hacía indicar que Lucas padecía una enfermedad que le iba a impedir llevar la vida de un niño normal y que con casi total seguridad nunca sería capaz de andar o hablar. Desde entonces, mi pequeño dejó de ser para mí mi hijo para convertirse en mi Ángel.
A los dos días de aquello, la neuróloga nos mandó llamar para que mi marido y yo fuésemos a verla urgentemente. Ese día nos dijo que debían hacernos unas pruebas genéticas para confirmar lo que ella sospechaba: que Lucas padecía una enfermedad muy rara y cruel, que apenas se conocían unos 100 casos en el mundo. Era una enfermedad tan rara que ella había llegado a conocer por casualidad y que estaba convencida que la endocrina no conocía (de ahí el ímpetu de hablar con ella antes de que nos viera) ¿Qué enfermedad es esa?, le preguntamos. Se llama Síndrome de Allan-Herndon-Dudley, o lo que es lo mismo, déficit del transportador MCT8. La confirmación genética no se hizo esperar: llegó tan solo unas semanas después. Echando la vista atrás, fueron las semanas más duras de mi vida: lágrimas, insomnio, nervios…. ¿por qué a mi niño?, me preguntaba día tras día.
Un buen día, estando por la mañana en la cama con mi pequeño a mi lado, lo miré y “desperté”. Esa sonrisa y esa dependencia que tenía de mí, me hizo darme cuenta de lo mucho que mi hijo me necesitaba. Comenzamos entonces la batalla contra la maldita enfermedad…
Ya ha pasado más un año desde aquel día y puedo decir que estoy totalmente repuesta y que no me voy a cansar de luchar. Tuve que dejar mi trabajo para dedicarme por entero a mi hijo. La vida se ha empeñado en destrozar la existencia de mi mayor tesoro, pero no se lo voy a poner fácil. Atención temprana, piscina, equitación… todo lo que pueda venirle bien, será bienvenido.
Desde finales de julio del año pasado Lucas está tomando un tratamiento experimental que, si bien ha logrado estabilizarle el desequilibrio hormonal que tenía, no sabemos hasta dónde nos va a llevar. Lucas tiene hoy 20 meses. Es un niño guapo, bueno, cariñoso y, lo que es más importante, feliz. El verle cada día es un estímulo para seguir luchando por él. Eso de que nunca podrá hablar o andar, está por ver, me repito día tras día.
Nos vino muy bien a mi marido y a mí para encontrar apoyos en este duro proceso que estamos viviendo asistir al Congreso Nacional de Enfermedades Raras que se celebra cada año en octubre en Totana (Murcia). Allí conocimos a familias de personas que padecen Enfermedades Raras y nos sentimos como en casa. Tanto es así, que este año volveremos a asistir a ese Congreso donde familias, enfermos y profesionales se reúnen en un ambiente único.
A día de hoy tengo dos espinas en relación a la enfermedad de mi hijo, que hacen que no me sienta del todo bien. Una es la tardanza de la ley de dependencia que le corresponde por tener reconocida un 77% de discapacidad, y la cuál necesitamos para sus terapias. Y la otra es que aún no existe ninguna asociación con actividad de esta enfermedad.
Esta es mi historia. Quiero mencionar y agradecer expresamente a todo el equipo médico de Lucas, a todas las personas que nos han ayudado y, sobre todo, a nuestras familias.
martes, 04 octubre 2022 13:38